viernes, 22 de enero de 2016

El deseo sexual y la represión de las Mujeres en la época victoriana



La sociedad en la época victoriana estaba exacerbada de moralismos y disciplina, con rígidos prejuicios y severas interdicciones. Los valores victorianos se podrían clasificar como "puritanos" destacando en la época los valores del ahorro, el afán de trabajo, la extrema importancia de la moral, los deberes de la fe y el descanso dominical como valores de gran importancia.

Los varones dominaban la escena tanto en los espacios públicos como en la privacidad, las mujeres se debían a los lugares privados, con un estatus de sometimiento y del cuidado de sus hijos y del hogar.



Las condiciones como la pereza se vinculaban con los excesos y la pobreza con el vicio. La repulsión social hacia el vicio también se traduce en el sexo, relacionado con las bajas pasiones y su carácter animal proveniente de la carne. Por ello, la castidad era una virtud a resguardar.

La insatisfacción femenina, en cualquier ámbito, era tratada como un desorden de ansiedad con pastillas y psicoanálisis y, si la mujer tenía suficientes recursos económicos, lo trataba en manos de un "experto" que las estimulaba sexualmente con sus manos.


A las mujeres se les exige un comportamiento social más controlado que al varón, su deseo sexual debe ser reprimido, pero al mismo tiempo se afirma que las mujeres son seres influenciables por todos los estímulos.

La mujer debe dejar su cuerpo fuera de todo control que inhiba la salida al exterior de su flujo menstrual, pero tiene que reprimir sin embargo su deseo sexual, siendo la manifestación de éste una de las causas de ser considerada enferma mental.
 





La aplicación de descargas eléctricas en la pelvis o la aplicación de sanguijuelas en los órganos genitales, e incluso en el útero, son algunos de los tratamientos recomendados por prestigiosos ginecólogos, recogidos en diversos artículos del Lancet o en la obra Retrospect of Practical Medicine and Surgery, de W. Braithwaite.


El fluido masculino es positivo, debe ser retenido en el organismo y no debe despilfarrarse.
El fluido femenino es negativo, su retención supone la enfermedad física y mental y, en muchos casos, la muerte; debe, por tanto, eliminarse.

La mujer necesita tener una actitud pasiva e inactiva, física e intelectualmente, para permitir el fluir al exterior de su residuo menstrual; el hombre debe mantener una vida activa física e intelectualmente. Requiere, asimismo, una continua supervisión de la madre y de la clase médica, así como recurrir al uso de distintos medicamentos y terapias para evitar la siempre amenazante enfermedad. El hombre es auto-suficiente, la mujer es dependiente.

La dependencia de la mujer de la clase médica es un exponente más de su dependencia respecto al hombre, fundamentalmente el padre o el marido en el mundo anglosajón, el padre, el marido y el confesor en el católico. Además con la insistencia en la necesidad de cuidados médicos por parte de la mujer, los doctores victorianos se aseguraban una clientela de clase media y alta, y con ello su prestigio social y beneficio económico correspondiente.

Según el ginecólogo W. Tyler Smith, la sociedad británica daba el valor a la mujer como procreadora, la protegía de todo tipo de riesgo, relegándola a una vida inactiva. Tal era el valor de la mujer embarazada y parturienta que debía prohibirse que fuese atendida por comadronas, puesto que su presencia degradaba la obstetricia.





La mujer es un ser valioso si es dependiente del hombre y se dedica exclusivamente a su función natural de esposa y madre. Cualquier otra actividad, incluso la atención al parto, tradicionalmente realizada por mujeres, debe estarle prohibida.

Es este un ejemplo más de la neurosis que envuelve la visión masculina de la mujer, en la época victoriana, y en general a lo largo de la historia, cuando no se la trata como ser humano completo y se la aliena, tanto al considerarla un ser angelical, como al suponerla un ser limitado, enfermizo o vicioso. 




Existe una doble visión, según se trate de la mujer de clase media o alta y la mujer obrera que trabaja larguísimas jornadas en las sweetshops, arrastra semi-desnuda carretillas de carbón en las minas, o se dedica al servicio doméstico o a la prostitución.



La mujer rica permanece aislada en el hogar, dedicada a consumir, manteniendo así la sociedad industrial y mercantilista; la mujer obrera es una mano de obra barata, pieza clave en la revolución industrial. Se acepta siempre a la mujer en profesiones y actividades subordinadas, pero no en aquellas que puedan significar competencia con el hombre en cargos de relevancia social, profesional o económica. 



Dentro del mundo de la sanidad, existen actualmente monumentos en honor a Florence Nightingale, símbolo por excelencia de las enfermeras abnegadas, pero no se menciona su grito de protesta en la novela Cassandra, ni hallamos monumentos, (excepto alguna discretísima placa, y el busto erigido en memoria de Louisa Aldrich-Blake en una esquina de Tavistock Square), en memoria de las mujeres objeto de esta tesis que lucharon por conseguir un título de doctoras y ejercer en pie de igualdad con los hombres.

Además, la industrialización hace sentir al ser humano la contradicción entre ser dependiente de las máquinas y la supuesta libertad y autocontrol en el campo comercial que defienden las teorías económicas. De nuevo podemos encontrar una explicación psicoanalítica a la contradictoria visión de la mujer: si la mujer es el ser dependiente, el hombre, no el obrero, el salvaje o el esclavo, sino el hombre blanco de clase media alta, puede ocupar tranquilo el lugar del ser libre y autosuficiente, proyectando la inseguridad y la dependencia en la mujer y otros grupos excluidos.

La mujer que permanece en el ámbito privado realiza la función de ángel del hogar, que aporta valores humanos al hombre y lo purifica de la contaminación que supone la lucha en el mundo económico-social, pero esta misma mujer es una fuente potencial de descontrol si se separa del rol establecido.


Asimismo en cada mujer queda representada la dualidad: la belleza exterior oculta la suciedad interior que debe ser expulsada para evitar que la mujer se convierta en la loca del ático. 





La doble moral sexual era propia de la era victoriana. La reina mandó alargar los manteles de palacio para que cubrieran las patas de la mesa en su totalidad ya que, decía, podían incitar a los hombres al recordar las piernas de una mujer.

Sin embargo, paralelamente a las estrictas costumbres de la época se desarrollaba un mundo sexual subterráneo donde proliferaban el adulterio y la prostitución. También existían las "cortesanas”.
En esta Inglaterra se desarrolló el primer preservativo realizado en látex, aún cuando se suponía que las relaciones sexuales debían mantenerse con fines reproductivos.
La prostitución era una actividad muy frecuente en la Inglaterra del siglo XIX. Tan sólo en Whitechapel la policía metropolitana calculaba que existían unas 1.200 prostitutas de clase social baja y unos 62 burdeles.

Las prostitutas poblaban los bares y las calles de Whitechapel, uno de los barrios más pobres del East End. Pero también se encontraban cerca de teatros y establecimientos de ocio masculino, desde burdeles hasta locales donde los hombres bebían y disfrutaban de espectáculos eróticos que muchas veces estaban protagonizados por menores de edad. La prostitución homosexual también existía, aunque lógicamente el secretismo en torno a ella era mayor.


(Mary Simpson, prostituta de 10 u 11 años, encinta de cuatro meses. Fotografía de 1871.)


En cuanto a la manera en que se vestían las mujeres, decir que en la Inglaterra victoriana, la ropa de la mujer pesaba entre 5 y 15 kilos. Además, debía exhibirse una cintura diminuta, y para ello se usaban rígidos corsés. 



Esta prenda, usada hasta principios del siglo XX, provocaba desmayos, impedía doblar la cintura y respirar con normalidad, entre otras consecuencias dolorosas. "La moda era una forma de tortura legalizada", afirma Linda Watson en su libro Siglo XX Moda.

Oscar Wilde le decía a su público que se deshiciera de los corsés. Firmemente encorsetadas desde la axila al muslo, con cuellos de plumas de ave hasta la barbilla, las mujeres apenas podían sentarse –y no digamos dar un enérgico paseo por el parque






No todo fue negativo para las mujeres, pues el periodo medio victoriano también fue testigo de significativos cambios sociales y una serie de cambios legales en los derechos de la mujer. Aunque carecían del derecho al sufragio durante la Época Victoriana, ganaron el derecho a la propiedad después del matrimonio a través del Acta de Propiedad de las Mujeres Casadas, el derecho a divorciarse y el derecho a pelear por la custodia de sus hijos tras separarse de sus maridos.




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Victoria del Reino Unido (Londres, 24 de mayo de 1819-isla de Wight, 22 de enero de 1901) Reina británica desde la muerte de su tío paterno, Guillermo IV, el 20 de junio de 1837, hasta su fallecimiento el 22 de enero de 1901, mientras que como emperatriz de la India fue la primera en ostentar el título desde el 1 de enero de 1877 hasta su deceso.

Heredó el trono a los dieciocho años, tras la muerte sin descendencia legítima de tres tíos paternos. El Reino Unido era ya en aquella época una monarquía constitucional establecida, en la que el soberano tenía relativamente pocos poderes políticos directos. En privado, Victoria intentó influir en el gobierno y en el nombramiento de ministros. En público, se convirtió en un icono nacional y en la figura que encarnaba el modelo de valores férreos y de moral personal típico de la época.

Se casó con su primo, el príncipe Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha en 1840. Sus nueve hijos y veintiséis de sus cuarenta y dos nietos se casaron con otros miembros de la realeza o de la nobleza de Europa, uniendo a estas entre sí. Esto le valió el apodo de «abuela de Europa». Tras la muerte de Alberto en 1861, Victoria comenzó un luto riguroso durante el cual evitó aparecer en público. Como resultado de su aislamiento, el republicanismo ganó fuerza durante algún tiempo, pero en la segunda mitad de su reinado, su popularidad volvió a aumentar.

Su reinado de 63 años, 7 meses y 2 días es el segundo más largo de la historia del Reino Unido (sólo superado por el de su tataranieta Isabel II) y se le conoce como época victoriana.