La
escritora inglesa Virginia Woolf es considerada hoy una de las autoras
feministas más influyentes del siglo XX y una pionera de la literatura moderna.
Antes
que ella, casi nadie había realizado un protocolo tan preciso del torrente de
pensamientos de la mente humana
Pero
también es un personaje trágico: la talentosa hija de un profesor sufrió abusos
de niña, padeció depresiones y se suicidó ahogándose a los 59 años.
Su
infancia fue tan privilegiada como sombría. La familia tenía un nivel económico
alto y mantenía contactos intelectuales. Virginia y sus siete hermanos recibían
clases en su propia casa.
A
los 13 años, la escritora perdió a su madre y padeció su primera crisis
psíquica. En torno a la misma época fue acosada sexualmente por un medio
hermano. Desde entonces, declaró ya de adulta, no sintió más placer en su
cuerpo.
Pero
la melancolía es sólo una parte de su carácter: con enorme productividad
escribe ensayos y reseñas para el “Times”, así como cartas y diarios llenos de
dibujos sarcásticos.
Todos
los interlocutores la recuerdan como inteligente y muy graciosa, predispuesta
tanto al chismorreo como a las discusiones sobre arte y política.
Su
hermana Vanessa y su hermano Thoby tenían los mismos intereses: su casa en el
barrio bohemio londinense de Bloomsbury se convirtió en punto de encuentro de
un círculo artístico al que pertenecían, entre otros, el novelista E.M.
Forster, el filósofo Bertrand Russel y el economista John Maynard Keynes.
Todos
manejaban un inconformismo elitista con tendencia a la provocación. En 1910,
Virginia viajó con una barba falsa y un disfraz al pueblo costero de Weymouth,
se hizo pasar por emperadora de Abisinia y disfrutó de una visita guiada por el
barco de guerra “Dreadnought”.
Pero
a la altanería le solía suceder un descenso a los infiernos. En 1913 intentó
quitarse la vida por primera vez, sólo pocos meses después de su boda con el
crítico literario Leonard Woolf.
Pero
su creatividad no sufría: en 1915 publicó su primera novela, “Fin de viaje”.
En
1922 le siguió “El cuarto de Jacob”, en la que Virginia Woolf desarrolló casi
al mismo tiempo que James Joyce la técnica del monólogo interno.
Escribió
“La señora Dalloway” (1925) a partir de pensamientos conscientes,
semiconscientes y a veces sólo fragmentarios de sus personajes, ante los cuales
la acción externa pasaba a un segundo plano.
En
“Orlando” (1928) hizo viajar a su protagonista por los siglos y cambiar de
sexo. Así elaboró su relación con la escritora Vita Sackville-West.
Las novelas de Virginia Woolf siguen siendo
consideradas en la actualidad obras importantes de la literatura moderna, pero
su fama se la debe sobre todo a sus ensayos tardíos.
“Una
habitación propia”, de 1929, denuncia las lamentables condiciones de trabajo de
las escritoras: “Quinientas libras al año y una habitación propia” y una mujer
puede escribir con tanto éxito como un hombre, afirmaba.
El
texto se convirtió en un documento muy citado por el movimiento feminista, al
igual que “Three Guineas”, en el que Woolf reflexionaba poco antes de desatarse
la Segunda Guerra Mundial sobre la relación entre el dominio masculino y el
militarismo. Sin embargo el éxito no
pudo curar su mente. Una y otra vez padecía depresiones, escuchaba voces y se
pasaba días sin poder trabajar. (www.listindiario.com)
Virginia Woolf:Las Metáforas de la Melancolía
Virgina
Woolf escribió un ensayo de decenas de páginas sobre la enfermedad y la poesía.
Un matrimonio blanco de melancolía. En ese texto, “On Being Ill”, la escritora
del “stream of consciousness” argumenta que son los enfermos los que mejor
saben ver al cielo. Como si desde ese páramo abismal en el que los sitúa su
malestar se pudiera contemplar con mayor amplitud el azul centelleante;
ciertamente, con mayor deseo de ese empíreo que se arranca del ser y parece tan
distante e inalcanzable como un sueño a punto de olvidarse. La intensidad de
sentir la ausencia/ una hiperestesia de la evanescencia.
El
ensayo de Woolf tiene reseñas mixtas. La crítica Judy Schlevist escribe en el
NY Times que Woolf es tan “sentimental que es vergonzoso”, por otro lado este
artículo de Open Culture sugiere que en ese texto está uno de los mejores
enunciados del idioma ingles (uno de esos enunciados larguísimos en los que
fluye la conciencia y se desperdiga, transparente e intoxicada de poesía o
verborragia). Aquí la oración más famosa:
Considerando
cuán común es la enfermedad, qué tan tremendo es el cambio espiritual que
conlleva, lo asombroso que es cuando las luces de la salud se apagan, los
países ignotos que se revelan, qué desiertos y yermos del alma un ligero ataque
de influenza muestra, qué precipicios y céspedes rociados con flores brillantes
una leve fiebre produce, qué antiguos y obstinados robles son desenterrados por
la acción de la enfermedad, cómo vamos hacia abajo al pozo de la muerte y
sentimos el agua de la aniquilación más cerca sobre nuestras cabezas y
despertamos pensando sólo para encontrarnos en presencia de ángeles y arpistas
cuando nos han quitado un diente y surgimos a la superficie en la silla del
dentista confundiendo su “Enjuágate la boca — enjuágate la boca” con el
recibimiento de la deidad inclinándose desde el piso del cielo para darnos la
bienvenida –cuando pensamos en esto, como se nos obliga con frecuencia, se
vuelve extraño que en verdad la enfermedad no haya tomado su lugar junto al
amor, la guerra y los celos entre los temas centrales de la literatura.
De
cualquier forma, me parece, es materia fértil de reflexión. Woolf considera que
la enfermedad debería de ser uno de los temas arquetípicos de la literatura, la
épica del obstáculo humano con su odisea concentrada en el cuerpo o en la
psicogeografía del enfermo. Existen evidentemente grandes libros sobre la
enfermedad, como La montaña mágica de Mann, pero ciertamente no se comparan con
los textos que han sido dedicados al amor o a la guerra. Quizás es porque en
realidad “existen los enfermos y no las enfermedades” y la universalidad de la
enfermedad palidece a lado del fervor unificante –el abrazo cósmico– del trance
amoroso o del pulso de la guerra –el río de sangre que fluye por los
continentes. Tal vez es simplemente que la enfermedad no es tan atractiva –más
que como visión de lo sórdido y escuálido, algo que es atractivo solamente para
el dandy, que transfigura la decadencia.
También
es cierto que el tema de la enfermedad se confunde con el tema de la muerte –es
una muerte enmascarada, paulatina y ubicua–; un motivo abundante en la
literatura que difumina a la enfermedad en el foco de la muerte. “La naturaleza
no tiene reservas en ocultar –que al final ella conquistará; el calor dejará el
mundo; entumidos de escarcha dejaremos de arrastrarnos por los campos”, dice
Woolf. Quizás el enfermo, más que ser el más capacitado para ver el cielo y el
alto fulgor, es quien puede ver la muerte en todas partes –aquello que llena
los espacios vacíos, los escombros, los rincones y crepita con su autoridad
secreta. Ve la muerte en todas partes porque sobre todo, cuando vemos el mundo,
nos vemos a nosotros: el lienzo de la realidad está pintado con los rayos de
nuestros ojos. Y la idea de Woolf (cuya enfermedad era más un clima mental) de
que el enfermo está en una especie de estado de gracia poético (“la enfermedad
aumenta nuestras percepciones”) es un reflejo de su propia visión poética del
mundo, de su inclinación melancólica, de su agudez perceptiva que salía a flote
en la depresión o en el dolor. Pero la enfermedad, salvo en esta transmutación
psíquica o en breves momentos de conciencia exaltada que podrían ser como
puntos críticos de embriaguez de un organismo sometido a privaciones (la
alucinación del hambre, del insomnio, de no cesar), tiende a la tumescencia, la
disipación, el tedio y la poca claridad. Otra cosa es la visión de quien ha
vencido la enfermedad, de quien se alza de nuevo después de la batalla consigo
mismo, después de la noche lisiada. Otra cosa es el mundo cuando se escapa al
menos por un momento de la enfermedad para verlo con los sentidos renovados,
con la vitalidad recobrada, con el intelecto que se vuelve alado (como esa
serpiente que de las profundidades se eleva) y, desde el bajo fondo que había
sido nuestro aborrecido hogar, vemos la luz que baña todas las cosas, que
transmite la misma vida y de la cual –volvemos a saber y a beber– somos parte
coral y potencia.
¿Hay
cierta poesía en la enfermedad? Hay poesía en todas las cosas, si uno es capaz
de verla (como esas espirales doradas ocultas en la geometría de la naturaleza
o esas ciudades con sus máquinas perfectas dentro de las células). La poesía
está en el mundo, pero sólo si somos capaces de verla: la poesía está en la
mente y en la mirada. Quizás el mundo no es diferente de aquello que llamamos
mente: un campo eterrealizado –flores que son estrellas que son sueños–
pensamiento físico de los dioses. Dioses que, paradójicamente, según Jung (y
tal vez en auxilio de la tesis de Woolf), en nuestra época se han convertido en
enfermedades.
Fuente:
Pijama Surf