lunes, 25 de enero de 2016

Virgina Woolf.La visión melancólica y poética del mundo




La escritora inglesa Virginia Woolf es considerada hoy una de las autoras feministas más influyentes del siglo XX y una pionera de la literatura moderna.

Antes que ella, casi nadie había realizado un protocolo tan preciso del torrente de pensamientos de la mente humana

Pero también es un personaje trágico: la talentosa hija de un profesor sufrió abusos de niña, padeció depresiones y se suicidó ahogándose a los 59 años.


Su infancia fue tan privilegiada como sombría. La familia tenía un nivel económico alto y mantenía contactos intelectuales. Virginia y sus siete hermanos recibían clases en su propia casa.

A los 13 años, la escritora perdió a su madre y padeció su primera crisis psíquica. En torno a la misma época fue acosada sexualmente por un medio hermano. Desde entonces, declaró ya de adulta, no sintió más placer en su cuerpo.

Pero la melancolía es sólo una parte de su carácter: con enorme productividad escribe ensayos y reseñas para el “Times”, así como cartas y diarios llenos de dibujos sarcásticos.

Todos los interlocutores la recuerdan como inteligente y muy graciosa, predispuesta tanto al chismorreo como a las discusiones sobre arte y política.

Su hermana Vanessa y su hermano Thoby tenían los mismos intereses: su casa en el barrio bohemio londinense de Bloomsbury se convirtió en punto de encuentro de un círculo artístico al que pertenecían, entre otros, el novelista E.M. Forster, el filósofo Bertrand Russel y el economista John Maynard Keynes.

Todos manejaban un inconformismo elitista con tendencia a la provocación. En 1910, Virginia viajó con una barba falsa y un disfraz al pueblo costero de Weymouth, se hizo pasar por emperadora de Abisinia y disfrutó de una visita guiada por el barco de guerra “Dreadnought”.

Pero a la altanería le solía suceder un descenso a los infiernos. En 1913 intentó quitarse la vida por primera vez, sólo pocos meses después de su boda con el crítico literario Leonard Woolf.

Pero su creatividad no sufría: en 1915 publicó su primera novela, “Fin de viaje”.

En 1922 le siguió “El cuarto de Jacob”, en la que Virginia Woolf desarrolló casi al mismo tiempo que James Joyce la técnica del monólogo interno.

Escribió “La señora Dalloway” (1925) a partir de pensamientos conscientes, semiconscientes y a veces sólo fragmentarios de sus personajes, ante los cuales la acción externa pasaba a un segundo plano.

En “Orlando” (1928) hizo viajar a su protagonista por los siglos y cambiar de sexo. Así elaboró su relación con la escritora Vita Sackville-West.

 Las novelas de Virginia Woolf siguen siendo consideradas en la actualidad obras importantes de la literatura moderna, pero su fama se la debe sobre todo a sus ensayos tardíos.

“Una habitación propia”, de 1929, denuncia las lamentables condiciones de trabajo de las escritoras: “Quinientas libras al año y una habitación propia” y una mujer puede escribir con tanto éxito como un hombre, afirmaba.

El texto se convirtió en un documento muy citado por el movimiento feminista, al igual que “Three Guineas”, en el que Woolf reflexionaba poco antes de desatarse la Segunda Guerra Mundial sobre la relación entre el dominio masculino y el militarismo.   Sin embargo el éxito no pudo curar su mente. Una y otra vez padecía depresiones, escuchaba voces y se pasaba días sin poder trabajar.  (www.listindiario.com)

 Virginia Woolf:Las Metáforas de la Melancolía 



Virgina Woolf escribió un ensayo de decenas de páginas sobre la enfermedad y la poesía. Un matrimonio blanco de melancolía. En ese texto, “On Being Ill”, la escritora del “stream of consciousness” argumenta que son los enfermos los que mejor saben ver al cielo. Como si desde ese páramo abismal en el que los sitúa su malestar se pudiera contemplar con mayor amplitud el azul centelleante; ciertamente, con mayor deseo de ese empíreo que se arranca del ser y parece tan distante e inalcanzable como un sueño a punto de olvidarse. La intensidad de sentir la ausencia/ una hiperestesia de la evanescencia.

El ensayo de Woolf tiene reseñas mixtas. La crítica Judy Schlevist escribe en el NY Times que Woolf es tan “sentimental que es vergonzoso”, por otro lado este artículo de Open Culture sugiere que en ese texto está uno de los mejores enunciados del idioma ingles (uno de esos enunciados larguísimos en los que fluye la conciencia y se desperdiga, transparente e intoxicada de poesía o verborragia). Aquí la oración más famosa:

Considerando cuán común es la enfermedad, qué tan tremendo es el cambio espiritual que conlleva, lo asombroso que es cuando las luces de la salud se apagan, los países ignotos que se revelan, qué desiertos y yermos del alma un ligero ataque de influenza muestra, qué precipicios y céspedes rociados con flores brillantes una leve fiebre produce, qué antiguos y obstinados robles son desenterrados por la acción de la enfermedad, cómo vamos hacia abajo al pozo de la muerte y sentimos el agua de la aniquilación más cerca sobre nuestras cabezas y despertamos pensando sólo para encontrarnos en presencia de ángeles y arpistas cuando nos han quitado un diente y surgimos a la superficie en la silla del dentista confundiendo su “Enjuágate la boca — enjuágate la boca” con el recibimiento de la deidad inclinándose desde el piso del cielo para darnos la bienvenida –cuando pensamos en esto, como se nos obliga con frecuencia, se vuelve extraño que en verdad la enfermedad no haya tomado su lugar junto al amor, la guerra y los celos entre los temas centrales de la literatura.

De cualquier forma, me parece, es materia fértil de reflexión. Woolf considera que la enfermedad debería de ser uno de los temas arquetípicos de la literatura, la épica del obstáculo humano con su odisea concentrada en el cuerpo o en la psicogeografía del enfermo. Existen evidentemente grandes libros sobre la enfermedad, como La montaña mágica de Mann, pero ciertamente no se comparan con los textos que han sido dedicados al amor o a la guerra. Quizás es porque en realidad “existen los enfermos y no las enfermedades” y la universalidad de la enfermedad palidece a lado del fervor unificante –el abrazo cósmico– del trance amoroso o del pulso de la guerra –el río de sangre que fluye por los continentes. Tal vez es simplemente que la enfermedad no es tan atractiva –más que como visión de lo sórdido y escuálido, algo que es atractivo solamente para el dandy, que transfigura la decadencia.

También es cierto que el tema de la enfermedad se confunde con el tema de la muerte –es una muerte enmascarada, paulatina y ubicua–; un motivo abundante en la literatura que difumina a la enfermedad en el foco de la muerte. “La naturaleza no tiene reservas en ocultar –que al final ella conquistará; el calor dejará el mundo; entumidos de escarcha dejaremos de arrastrarnos por los campos”, dice Woolf. Quizás el enfermo, más que ser el más capacitado para ver el cielo y el alto fulgor, es quien puede ver la muerte en todas partes –aquello que llena los espacios vacíos, los escombros, los rincones y crepita con su autoridad secreta. Ve la muerte en todas partes porque sobre todo, cuando vemos el mundo, nos vemos a nosotros: el lienzo de la realidad está pintado con los rayos de nuestros ojos. Y la idea de Woolf (cuya enfermedad era más un clima mental) de que el enfermo está en una especie de estado de gracia poético (“la enfermedad aumenta nuestras percepciones”) es un reflejo de su propia visión poética del mundo, de su inclinación melancólica, de su agudez perceptiva que salía a flote en la depresión o en el dolor. Pero la enfermedad, salvo en esta transmutación psíquica o en breves momentos de conciencia exaltada que podrían ser como puntos críticos de embriaguez de un organismo sometido a privaciones (la alucinación del hambre, del insomnio, de no cesar), tiende a la tumescencia, la disipación, el tedio y la poca claridad. Otra cosa es la visión de quien ha vencido la enfermedad, de quien se alza de nuevo después de la batalla consigo mismo, después de la noche lisiada. Otra cosa es el mundo cuando se escapa al menos por un momento de la enfermedad para verlo con los sentidos renovados, con la vitalidad recobrada, con el intelecto que se vuelve alado (como esa serpiente que de las profundidades se eleva) y, desde el bajo fondo que había sido nuestro aborrecido hogar, vemos la luz que baña todas las cosas, que transmite la misma vida y de la cual –volvemos a saber y a beber– somos parte coral y potencia.

¿Hay cierta poesía en la enfermedad? Hay poesía en todas las cosas, si uno es capaz de verla (como esas espirales doradas ocultas en la geometría de la naturaleza o esas ciudades con sus máquinas perfectas dentro de las células). La poesía está en el mundo, pero sólo si somos capaces de verla: la poesía está en la mente y en la mirada. Quizás el mundo no es diferente de aquello que llamamos mente: un campo eterrealizado –flores que son estrellas que son sueños– pensamiento físico de los dioses. Dioses que, paradójicamente, según Jung (y tal vez en auxilio de la tesis de Woolf), en nuestra época se han convertido en enfermedades.

Fuente: Pijama Surf