Érase
una vez una bella princesa dormida por la maldición de una bruja vengativa.
Todos conocemos cómo termina este cuento: siendo felices y comiendo perdices
cuando el apuesto príncipe consigue con su beso despertar a la bella durmiente
que, por supuesto, cae inmediatamente rendida de amor a sus pies.
Los
cuentos cuentos son, y en las antípodas de estos relatos imaginarios
encontramos las elaboraciones de la ciencia. Si los cuentos son el mundo de la
fantasía, la ciencia es el mundo de los hechos.
El
cuento de la bella durmiente, sin embargo, ha modelado durante mucho tiempo la
representación científica del proceso de la fecundación sexual: el óvulo yace
inerte hasta que el más intrépido y veloz de los espermatozoides que lo
cortejan alcanza a ser el primero en penetrar sus muros y activarlo para dar
comienzo a una nueva vida.
Esta
proyección de nuestras preconcepciones y estereotipos sobre lo masculino y lo
femenino se coló inadvertidamente en la descripción científica de los gametos,
bloqueando la investigación sobre los mecanismos activos del óvulo para captar
espermatozoides o sobre el necesario proceso de ‘capacitación’ que experimentan
los espermatozoides una vez dentro del tracto genital femenino.
De
acuerdo con la ciencia actual, los
óvulos, como las más modernas princesas de Disney, tienen iniciativa propia y
¡están bien despiertos!
La
ciencia es sin duda la fuente de conocimiento más fiable que los seres humanos
hemos desarrollado sobre el mundo que habitamos.
Pero
la ciencia no nos ofrece verdades simples e inapelables. Un buen ejemplo nos lo
proporciona la primatología. Descubrir y entender el mundo y las vidas de
nuestros parientes más cercanos en el reino animal (chimpancés, gorilas,
orangutanes, bonobos…) es una tarea absolutamente fascinante. Pero tratar de
entender a los primates no fue nunca solo eso. A menudo se trataba de buscar en
ellos las claves del comportamiento de los primeros homínidos, un ‘patrón
primate’ que nos ayudara a entendernos mejor a nosotros mismos.
Por
eso Louis Leakey, el famoso paleoantropólogo, promovió la investigación en
primatología a mediados del siglo XX, cuando lo poco que se sabía sobre los
grandes simios era sobre todo el producto de observaciones en zoos y
laboratorios, y no proporcionaba una imagen fiable de su comportamiento en los
medios naturales. Leakey pensó que las mujeres serían mejores primatólogas
porque tenemos más capacidad para la empatía.
Tuviera
o no tuviera razón, el ejemplo de las mujeres que reclutó, narrado a través de
los documentales de la National Geographic, convirtió en figuras populares a
Jane Goodall, Dian Fossey y Biruté Galdikas, que a su vez funcionaron como
modelos para despertar la vocación por la primatología en muchas otras jóvenes
que siguieron sus pasos. Por esto es también la primatología una ciencia
peculiar: aparentemente al menos, son muchas más las mujeres que la practican
que en otras ciencias, donde nos cuesta identificar a grandes científicas más
allá de Marie Curie.
Hasta
que ellas comenzaron a trabajar en selvas, sabanas, bosques y montañas, la
imagen que teníamos de los primates también podría ser la de cualquier cuento
tradicional de príncipes valientes y princesas desvalidas: los machos eran
tarzanes que conseguían alimento para el grupo, lo defendían de los enemigos y
se peleaban entre ellos por los favores de las hembras.
En
la misma línea, se consideraba que las hembras eran criaturas maternales
dedicadas en cuerpo y alma a la crianza, y disponibles sexualmente para los
machos. Las relaciones de dominio y jerarquía entre los machos eran las que
definían al grupo.
Estas
interpretaciones eran el reflejo de las ideas estereotipadas sobre las
diferencias entre hombres y mujeres y al mismo tiempo cumplían la función de
legitimarlas. Si ellos son así, es lógico que nosotros también lo seamos.
Pero
la entrada de las mujeres en la primatología revolucionó completamente la
disciplina. Su mirada y sus métodos nos desvelaron que el mundo de los
primates, de las hembras y los machos y de las relaciones entre ellos, es
infinitamente más complejo que los personajes estereotipados de los cuentos
clásicos.
Al
enriquecerse la imagen de los simios, pierde cada vez más sentido el objetivo
de mirarnos en ellos como en un espejo. Cada primate, cada especie primate (los
seres humanos incluidos) es ahora un mundo distinto y tiene valor propio.
Hablemos
de los chimpancés, por ejemplo. Jane Goodall no solamente nos descubrió su
capacidad como especie para utilizar instrumentos (piedras para abrir frutos
secos, ramas para comer termitas) o transmitir cultura. En sus observaciones de
los chimpancés de Gombe, en Tanzania, se desveló que las demostraciones de
fuerza y agresividad de los machos no significaban realmente que ellos fueran
los que mandaban. De un modo mucho más sutil, la chimpancé Flo ejercía un papel
central en la organización del grupo. Además, sus hijas heredaban su posición
en la ‘alta sociedad’ de Gombe.
Al
extender en el tiempo el trabajo de campo, Goodall y sus sucesoras en Gombe
ofrecieron una descripción más detallada del comportamiento de las hembras
chimpancés. Las hembras cazaban, luchaban por mantener sus jerarquías, buscaban
activamente a sus parejas sexuales, y hasta cometían infanticidio con las crías
de otras hembras del grupo.
Goodall
fue capaz de ver lo que otros no habían visto antes gracias a que entendió que
cada miembro del grupo, independientemente de su sexo, era importante como
individuo; y no asumió que las hembras eran un recurso más de una comunidad
dirigida por los machos.
Marta
I. González es investigadora del CSIC. Actualmente trabaja como profesora de
Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Oviedo. “Ni príncipes valientes ni princesas desvalidas: cómo
las primatólogas cambiaron la forma de contar el cuento”