“Qué prieta vienes hoy”,” qué buena te estás poniendo”, “que
no me entere yo de que ese culito pasa hambre”. Cualquier mujer que haya
trabajado con una muestra representativa de hombres ha recibido u oído recibir
a otras parecidas perlas de galantería masculina de boca de algún colega y/o
jefe en algún momento. Ayer mismo, sin ir más lejos. Oficinas y fábricas, por
muy de inteligentes que se las den últimamente, no son un mundo aparte limpio
de polvo y paja. Son la misma jungla de relaciones que la calle y la casa, solo
que sus moradores están obligados a permanecer en ella las horas reglamentarias
y a acatar la autoridad de la especie dominante si desea conservar el trabajo,
o sea la bolsa, o sea la vida. Ocurre, todavía, que la mayoría de sujetos alfa
de la selva son machos. Y que aún demasiados, aunque solo sea uno, creen que
todo monte de Venus es orégano a su disposición absoluta.
Las mujeres aprendemos desde niñas a espantar moscones,
driblar babosos y torear cerdos. Eso, aunque no debiera, entra en las reglas
del juego, y jugamos cuando nos da la gana. Si nos ponemos igualitarias,
nosotras también decimos lo bueno que está el becario, lo mazas que se está
poniendo el gerente y el polvazo que tiene el segurata. También actuamos según
cómo y con quién, solo faltaba. Pero, personalmente, veo claras las líneas
rojas. No tengo un abusómetro, pero sí estómago, sentido común y vergüenza.
Ayer mismo una presentadora mexicana abandonó un plató porque un baboso la
manoseó en directo pese a sus protestas. El cerdo la disculpó ante la audiencia
diciendo que su colega debía de estar “hormonal”, o sea menstruando, o sea
viva, para tomarse en serio la broma. Maldita la gracia que tiene una lacra que
solo acabará cuando ellos, todos ellos, entiendan que “no” significa no. Que
no. Ni de coña.
Texto: Luz Sánchez -Mellado
Título original:"Cerdos y Zorras". La responsabilidad del título del post es mía.