Llega
un momento en la vida en que la belleza del mundo ya basta por sí sola. Una no
necesita fotografiarla, ni pintarla, ni siquiera recordarla. Ya basta por sí
sola. No es preciso registrarla y no necesita a nadie para compartirla o
hablarle de ella. Cuando eso sucede, cuando se produce ese abandono, una
abandona porque puede hacerlo.
Si
la felicidad es una mezcla de expectación y certidumbre, éramos felices
Pero
para descubrir la verdad sobre cómo mueren los sueños una no debería fiarse de
las palabras del soñador.
Y
eso era el amor: un respeto sin motivo concreto.
¿Cuándo
piensas casarte? Tienes que tener niños. Eso te calmará. -No quiero hacer otras
personas. Quiero hacerme a mí misma.
¡Si
puedo hacerlo todo! ¿Por qué no habría de poder tenerlo todo?
Y,
como todo artista sin forma artística, se volvió peligrosa.
Las
definiciones pertenecen a los definidores...Y no a los definidos.
El
fuego del infierno no necesita que nadie lo encienda y ya te está quemando por
dentro...
El
buen gusto estaba fuera de lugar cuando se trataba de la muerte, que constituía
la esencia del mal gusto.
Ahora
descansarán, antes de dedicarse al trabajo interminable para el que fueron
creados, aquí, en el Paraíso.
Dulces
y delirantes conversaciones con oraciones a medias, ensueños y malentendidos más
emocionantes que la comprensión plena.
En
realidad nada más habría que decir, salvo por qué. Pero, dado que el porqué es
difícil de manejar, será mejor refugiarse en el cómo.
Allí,
en el centro de ese silencio, encontraba no la eternidad, sino la muerte del
tiempo, y una soledad tan profunda que la palabra misma perdía todo sentido.
Es
amiga mía. Me une a mí mismo. Junta las partes que son y me las devuelve en el
orden que corresponde. Es bueno, sabes, tener una mujer que sea amiga de tu
mente.
Un
hombre no es un hacha. No es una condenada herramienta que corta, tala y
destroza todo el día. Las cosas le llegan. Hay cosas que no puede desprender
porque las lleva dentro.
Juntamente
con la idea del amor romántico, otro concepto se le reveló: el de la belleza
física. Ambas ideas eran probablemente las más destructivas de la historia del
pensamiento humano. Ambas nacían de la envidia, medraban en la inseguridad y
terminaban en la desilusión.
¿Dónde
está el descanso de los días, la avenida con tomillo, el aroma de verónica que
prometiste, la nata y la miel que dijiste que había ganado, la felicidad que procede
de las tareas bien hechas, la serenidad que el deber nos concede, las
bendiciones de las buenas obras?
Ni
siquiera sabía su nombre. Y si no sabía su nombre, entonces no supe nada y
jamás he sabido absolutamente nada, puesto que lo único que quería saber era su
nombre, y cómo no iba a dejarme ajando, había estado haciendo el amor con una
mujer que ni siquiera sabía su nombre.
Cándidas
y desprovistas de vanidad, por entonces todavía teníamos nuestra propia estima.
Nos sentíamos a gusto en nuestro pellejo, gozábamos con las informaciones que
nos transmitían nuestros sentidos, admirábamos nuestra mugre, cultivábamos
nuestras cicatrices y no podíamos comprender aquella indignidad.
Habían
pasado tres meses, no, dos, y todavía le inquietaba el silencio que invadía la
casa por las noches. La puesta de sol, tres minutos de azul Tiziano y luego la
noche cerrada. Y con ella un sólido silencio pegado a la tierra. Ni grillos, ni
ranas, ni mosquitos había allí arriba. Sólo los ruidos, oídos o imaginarios,
que hacían los humanos.
El
sentido del mal consistía en sobrevivir a él y estaban decididos (sin haber
sido conscientes jamás de haberse hecho ese propósito) a sobrevivir a las
inundaciones, a los blancos, a la tuberculosis, al hambre y a la ignorancia.
Conocían bien la rabia, pero no la desesperación, y no lapidaban a los
pecadores por la misma razón que no se suicidaban: estaban por encima de esas
cosas.
Este
suelo es malo para cierta clase de flores. No nutre ciertas simientes, no rinde
determinados frutos, y cuando la tierra mata por propia voluntad, nosotros nos
conformamos y decimos que la víctima no tenía derecho a vivir. Nos equivocamos,
por supuesto, pero no importa. Ya es demasiado tarde. O al menos en el
extrarradio de mi ciudad, entre los desechos urbanos y los girasoles, sí es
demasiado, demasiado, demasiado tarde.
El
amor no es nunca mejor que el amante. La gente inicua ama inicuamente, los
violentos aman violentamente, las personas débiles aman débilmente, las
estúpidas aman estúpidamente, pero el amor de un hombre libre nunca es seguro.
El ser amado nunca se ve recompensado. Sólo el amante posee su don de amor. El
ser amado es arrancado de sus raíces, neutralizado, congelado en el brillo de
la mirada que el amante tiene vuelta hacia su propio interior.
Una
habitación de hotel es un lugar donde uno está mientras hace otra cosa. Por sí
misma es marginal con respecto al esquema principal que uno se ha trazado. Una
habitación de hotel es conveniente. Pero su conveniencia se limita al tiempo en
que la necesitas mientras estás en una ciudad determinada y ocupado en
determinado asunto; confías en que sea confortable, pero más bien preferirías
que fuese, simplemente, anónima. No es, a fin de cuentas, el sitio donde uno
vive.
Cualquier
blanco podía apropiarse de toda tu persona si se le ocurría. No sólo hacerte
trabajar, matarte o mutilarte, sino ensuciarte. Ensuciarte tanto como para que
ni tú mismo pudieras volver a gustarte. Ensuciarte tanto como para que
olvidaras quién eras y nunca pudieras recordarlo. Y aunque ella y otros lo
habían soportado, no podía permitir que le ocurriera a los suyos. Lo mejor que
tenía eran sus hijos. Los blancos podían ensuciarla a ella, pero no a lo mejor
que tenía, lo más hermoso y mágico, la parte de ella que estaba limpia.
Se
metía en la cama con un hombre tan a menudo como podía. Era el único lugar
donde podía encontrar lo que buscaba: sufrimiento y capacidad de sentir un
profundo pesar. No siempre había sido consciente de que lo que anhelaba era la
tristeza. Al principio, el acto del amor le parecía la creación de una forma
especial de alegría. Creía que le gustaba la parte fuliginosa del acto sexual y
su comedia; se reía mucho durante los rudos preliminares y rechazaba a los
amantes que consideraban el sexo como algo sano o hermoso. La estética sexual
la aburría. Aunque no creía que el acto sexual fuese feo (la fealdad también la
aburría), le gustaba verlo como algo perverso. Pero, a medida que fueron
multiplicándose sus experiencias, comprendió que no sólo no era perverso sino
que tampoco tenía necesidad de invocar la idea de perversión para poder
participar plenamente.
Nosotros,
en aquella colonia, nos apropiamos de las más espectaculares y las más obvias
entre las características de nuestro patrono blanco, que eran, por supuesto,
las peores. Aun conservando la identidad de nuestra raza, nos adherimos
rápidamente a aquellas características cuyo soporte era más gratificante, y
menos dificultoso su mantenimiento. En consecuencia, no éramos superiores pero
sí presuntuosos, no éramos aristócratas pero sí teníamos conciencia de clase;
creíamos que autoridad equivalía a crueldad con nuestros inferiores y que
educación significaba ir a la escuela. Confundíamos la violencia con la pasión,
la indolencia con el ocio, y asimilábamos la imprudencia a la libertad.
Criábamos a nuestros hijos y cultivábamos nuestras propiedades; dejábamos que
los hijos crecieran y las propiedades prosperasen. Nuestra virilidad la
determinaban las adquisiciones; nuestra feminidad, las resignaciones.
Toni
Morrison (Lorain, Ohio, 18 de febrero de 1931)
Escritora estadounidense, ganadora del Premio Pulitzer en 1988 y del
Premio Nobel de Literatura en 1993.
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