Nos enseñaron a pensar que el único mecanismo de control
social era la represión y que, por lo tanto, librarse de las ataduras
significaba libertad. Y es cierto que las mujeres hemos tenido que pelear
frontalmente con el poder para lograr cierta justicia y dignidad. Sin embargo,
olvidamos que la ideología también se instala a través de discursos y prácticas
que parecen neutrales. Y es por esta vía que nos hemos construido una
autoimagen que tiene mucho de impostura masculina. Calientes, independientes,
cabronas.
Estos discursos, que parecen inofensivos, provienen al menos
de dos fuentes. Una de ellas es la erótica modelada por la ciencia. Casi cada
semana nos encontramos con algún técnico del sexo enseñándonos cómo amar e
imponiéndonos distintas puntuaciones en la práctica sexual. La ciencia ha
transformado el sexo en un tema sanitario. Ahora se dice que sería bueno para
la salud, como hacer deporte o comer fruta. Por el contrario, alguien que no
tiene sexo -porque no puede o no quiere- estaría enfermo.
Desde otro frente, las revistas femeninas se dirigen a la
mujer de vanguardia invitando a la sexualidad tántrica, holística, cuántica...
Promocionan juguetes sexuales de diseño para llevar en la cartera por si a una
le baja la calentura paseando por ahí. Angustian a las féminas que, con la
libido por los suelos, se sienten culpables y frígidas.
Lo que no hemos entendido -como decía Foucault - es que
decir "sí" al sexo no significa decirle que "no" al poder.
Sin darnos cuenta, nos hemos ido construyendo como mujeres hiperdefensoras de
lo masculino, dejando a un lado nuestro gran capital transformador: el campo de
las relaciones. Ese tejido social que apunta al cuidado y la cooperación mutuos
No se trata de defender las viejas instituciones de lo
amoroso, que también nos aplastaban; pero el simulacro del “touch and go”
crónico deshumaniza. Se trivializa el cuerpo, se mecaniza el sexo y se atenta
contra las posibilidades de un encuentro: la amistad, la ternura, la
solidaridad, al menos una fraternidad política con el otro.
Texto: Constanza Michelson