Ana
María Matute (Barcelona, 1925 –25 de junio de 2014) Novelista española
miembra de la Real Academia Española. Una de las mejores novelistas de la
posguerra española, recibió el Premio Cervantes en 2010. Su papel fue relevante
en la posguerra desde el punto de vista sociológico, por su condición de mujer
que jugó un papel importante al abrirse paso en un mundo machista, y literario
al reflejar la realidad de su mundo a través de líneas duras y poéticas con
dosis de ironía. Matute incorpora técnicas literarias asociadas con la novela
modernista o surrealista pero es
considerada «una escritora esencialmente realista». Muchos de sus libros tratan
del periodo de la vida que abarcan desde la niñez y la adolescencia hasta la
vida adulta. La literatura realista, fantástica e infantil fueron las tres
vertientes que caracterizaron su obra con un estilo de aparente sencillez que
escondía la complejidad del ser humano .Sus temas preferidos fueron el pesimismo, la
enajenación, la hipocresía, la desmoralización y la malicia. Muchos críticos
consideran que su mejor obra es la trilogía Los Mercaderes, conformada por
Primera memoria, Los soldados lloran de noche y La trampa. Otras obras son: Los
Abel (1948), Pequeño teatro (1954, premio Planeta), El río (1973), Olvidado Rey
Gudú (1996) y Paraíso inhabitado, su última novela. Con Primera memoria había
ganado en 1959 el prestigioso Premio Nadal. La última novela de Matute,
Demonios familiares (prevista para septiembre), transcurre en el año 1936,
inicio de la Guerra Civil, y es protagonizada por una joven en un mundo de
amor, traición y sentimientos confusos
….”Desde aquel día en que oí por
vez primera la mágica frase: «Érase una vez...» y conmovió toda mi pequeña
vida. Érase una vez un hombre bueno, solitario, triste y soñador: creía en el
honor y la valentía, e inventaba la vida. San Juan dijo: «el que no ama está
muerto» y yo me atrevo a decir: «el que no inventa, no vive».
Y llega a mi memoria algo que me
contó hace años Isabel Blancafort, hija del compositor catalán Jordi
Blancafort. Una de ellas, cuando eran niñas, le confesó a su hermanita: «La
música de papá, no te la creas: se la inventa». Con alivio, he comprobado que
toda la música del mundo, la audible y la interna -esa que llevamos dentro,
como un secreto - nos la inventamos. Igual que aquel soñador convertía en
gigantes las aspas de un molino, igual que convertía en la delicada Dulcinea a
una cerril Aldonza. Inventó sensibilidad, inteligencia y acaso bondad - el don
más raro de este mundo- en una criatura carente de todos esos atributos, (¿Y
quién no ha convertido alguna vez a un Aldonzo o Aldonza de mucho cuidado, en
Dulcineo o Dulcinea...?).
«El tiempo en el que yo inventaba
era un tiempo muy niño y muy frágil»
El tiempo en el que yo inventaba
era un tiempo muy niño y muy frágil, en el que yo me sentía distinta: era
tartamuda, más por miedo que por un defecto físico. La prueba de ello es que
esa tartamudez desapareció durante los bombardeos. O así lo creo. Pero el caso
es que, salvo excepciones, las niñas de aquel tiempo, mujeres recortadas, poco
o nada tenían que ver conmigo. Y traigo esto a cuento para explicar - y quizá
explicarme de algún modo – mi extrañeza, mi entrega total absoluta, a esto que
luego supe se llamaba Literatura. Y que ha sido, y es, el faro salvador de muchas
de mis tormentas.
Sí, este galardón que tanta
felicidad y optimismo me causa – y no olvidemos que el optimismo y los planes
de futuro, a los ochenta y cinco años, son cuestiones a meditar o poner en tela
de juicio puede ser el colofón a la entrega de toda una vida que, en mis
tiempos mozos, consideré en su mayor parte una vida de papel". Y recuerdo.
Recuerdo. Sólo tenía un amigo, mi muñeco Gorogó, que, naturalmente, más tarde
incorporé a una de las novelas con las que me siento más identificada, «Primera
memoria». Aunque no haya escrito nunca una novela autobiográfica, estoy en sus
páginas. Todo eran inventos, hasta que supe que en la Literatura - en grande -,
como en la vida, se entra con dolor y lágrimas. Gorogó lo sabía, lo sabe y no
me ha abandonado desde el día en que mi padre, teniendo yo cinco años, me lo
trajo de Londres, donde lo llaman algo así como Golligow.
Mi padre sabía que a mí no me
gustaban las muñecas, ni los juegos de las niñas de aquel tiempo: mujeres
recortadas, las llamé yo. Imitar a mamá y a las amigas de mamá era todo su
futuro. Gorogó, como entonces, sigue conmigo ahora, lo llevo a todos mis
viajes, y le sigo contando lo que no puedo contar a nadie. (Hoy también me
espera en el hotel.)
Y sigo haciéndole partícipe, por
ejemplo, del miedo que siento por tener que pronunciar estas palabras, y, sobre
todo, ante quienes debo hacerlo. Gorogó, estás aquí - mi mejor invento -, estás
a mi lado, viejo amigo, en este día inolvidable, con tu ojo derecho ya nublado,
como el mío, aunque ya no luzcas aquellos cabellos negros, hirsutos, de
limpiachimeneas dickensiano, aunque falten los botones de tu frac azul... ¡Cómo
nos parecemos, Gorogó!
¿Te acuerdas de aquel día, que
hoy me devuelves con toda la añoranza y el encanto-desencanto que compone una
vida tan larga...? ¿Y recuerdas la timidez, el asombro y la audacia de mis casi
veinte años, cuando por primera vez me asomé al mundo editorial, del que lo
ignoraba todo? La osadía que impulsa a los adolescentes y a los ignorantes y a
los fabricantes de inventos y de sueños - ¿acaso no son, a veces, una misma
cosa? Todo eso me empujó a llevar mi primera novela -escrita años antes, a los
diecisiete- a probar fortuna en una de las más prestigiosas editoriales.
«San Juan dijo: "el que no
ama está muerto" y yo me atrevo a decir: "el que no inventa, no
vive"»
Pero mi mayor osadía era no sólo
llevar una novela casi adolescente a una importante editorial, sino que,
encima, la llevaba escrita a mano, en un cuaderno escolar, cuadriculado, con
las tapas de hule negro. (Si alguien de mi edad me está escuchando, sabrá de
qué tipo de libreta hablo. Eran las libretas de la posguerra.) Yo iba a Destino
cada día, con mi libretita bajo el brazo, diecinueve años y calcetines -que
entonces estaban de moda a esa edad - y mi aspecto aún más aniñado del normal.
Un empleado que se había fijado en mí (debía de resultar patética) se conmovió
con mis pretensiones y mi libreta y me consiguió una entrevista con el
director. Se trataba del novelista Ignacio Agustí, que acababa de tener un
enorme éxito con su novela «Mariona Rebull».
Cuando vio mi cuadernito lleno de
letras e «inventos, tuvo la delicadeza de no manifestar ni burla ni extrañeza.
Debo agradecérselo, era un verdadero señor. Con infinita paciencia, me explicó
que debía pasarlo a máquina y que ellos la leerían, y que ya me dirían algo.
Aún hoy me sonrojo recordándolo. Era la criatura más ignorante y despistada de
cuanto el mundo editorial se refería. Nadie de mi entorno, ni familiares, ni
amistades, conocidos o saludados (como diría Josep Pla) había tenido nada que
ver con el mundo editorial. Eran lectores, eso sí, pero de la confección de un
libro lo ignoraban todo. Afortunadamente, la lectura y los libros no escasearon
en mi casa ni en mi familia. Cosa que he de agradecerles, porque no era muy
frecuente en la España de entonces.
Pocos días después, tuve la
enorme alegría - y, por qué no decirlo, el vago temor- de que la editorial
Destino me contratase el libro. Eso sí, con la sorpresa de mi estupefacto
padre, a quien yo no había anticipado nada de aquellos afanes, y que fue
requerido para dar validez a mi contrato con su firma, pues yo era menor de
edad. Animada por el éxito de aquellos primeros pasos, y enterada de la
existencia del Premio Nadal -que había ganado otra mujer joven, Carmen Laforet,
aunque ella era algo mayor que yo -, envié mi segunda novela, escrita a los
diecinueve, con la esperanza de obtenerlo yo también. No fue así, pero tengo
aún la satisfacción y acaso orgullo de constatar que quedó en tercer lugar,
cuando se llevó el premio el gran Miguel Delibes. La novela citada, llamada
«Los AbeI», y escrita, que no publicada, a los diecinueve años, suplantó en el
contrato a Pequeño teatro (que, once años más tarde, obtuvo el Premio Planeta).
Y ese fue mi verdadero bautizo de
entrada en el mundo editorial. Empecé a conocer a escritores y todo tipo de
gentes de «invenciones», puesto que me aparté totalmente del que había sido
hasta aquel momento mi entorno natural. Conocí y viví un clima distinto, muy
distinto del que había sido el mío habitual hasta aquel momento, y que,
paradójicamente, resultaba mucho más afín a mi naturaleza. Y continué
inventando invenciones, y viene a mi memoria un día en que inventé el
«arzadú»... Brotaba esporádica, espontáneamente, cuando buscaba el nombre de
una flor. Si existía, vivía sólo en la memoria de su delicadeza, su color, su
perfume, aunque no constara en ningún libro nicatálogo de botánica. Y, así,
llegó un día en que estudiosos y minuciosos profesores y escolares americanos
se interesaron por el arzadú, y me brearon a preguntas: no lo encontraban por
ninguna parte. Y yo, cobarde, me presté a seguir inventando el arzadú. Tuve que
continuar inventándolo durante años, incluso me vi obligada a dibujarlo en las
pizarras, y variaba su color, del rojo al blanco, según me pareciera
pertinente...
«Por fin en España se empieza a
reconocer en el cuento, en el relato corto»
Desde aquí les pido perdón a
aquellas gentes de buena voluntad. Tómenlo como lo que era: una invención más.
La había introducido no sólo en algunos de mis cuentos, sino también en alguna
novela; y, al fin, yo me lo creía, y me lo creo: el arzadú brota cada
primavera, o cada otoño, en las vastas y ahora ya remotas colinas de los
sueños. De los sueños que convierten Aldonzas en Dulcineas, y quién sabe
cuántas flores más. Tantas como soñadores, o poetas existan.
Y cuando por fin vi publicado por
vez primera mi primer libro,Los Abel, dormí toda la noche con el ejemplar bajo
la almohada. Y el gran honor con el que hoy se me ha distinguido reúne para mí
tanto una trayectoria literaria como vital: no puedo separar la una de la otra.
Desde que tengo uso de razón, he leído, he escrito, he escuchado ... Desde
aquel primer cuento inventado a los cinco años hasta este último libro, que los
recoge casi todos, compruebo con satisfacción que por fin el cuento ha
ingresado entre los géneros respetados de nuestra literatura. Aun cuando
contemos con entre sus cultivadores desde el inmenso Cervantes, que honra con
su nombre este premio, hasta los más recientes de nuestros escritores, jóvenes
y no tan jóvenes, hasta hace poco aún se lo ha considerado literatura
«menor».
Pero por fin en España se empieza
a reconocer en el cuento, en el relato corto, el valor y la importancia que
merece. Sobre la famosa crueldad de los cuentos de hadas -que, por cierto, no
fueron escritos para niños, sino que obedecen a una tradición oral,
afortunadamente recogida por los hermanos Grimm, Perrault y Andersen, y en España,
donde tanta falta hacía, por el gran Antonio Almodóvar, llamado «el tercer
hermano Grimm» -, me estremece pensar y saber que se mutilan, bajo pretextos
inanes de corrección política más o menos oportunos, y que unas manos
depredadoras, imaginando tal vez que ser niño significa ser idiota, convierten
verdaderas joyas literarias en relatos no sólo mortalmente aburridos, sino,
además, necios. ¿ Y aún nos preguntamos por qué los niños leen poco? Yo
recuerdo aquellos días en Sitges, hace años, cuando algunas tardes de otoño
venía a mi casa un tropel de niños y, junto al fuego - como está mandado -,
oían embelesados repetir por enésima vez las palabras mágicas: «Érase una vez
...» y habían dejado la televisión para escucharlas.
Yo no había cumplido los once
años cuando estalló la guerra civil española. Unos niños acostumbrados a no
salir de casa si no era acompañados por sus padres o la niñera nos vimos
haciendo interminables colas para conseguir pan o patatas. No es raro, pues,
que yo me permitiera, años más tarde, definir esa generación a la que
pertenezco como la de "los niños asombrados". Porque nadie nos había
. consultado en qué lado debíamos situarnos. Nadie nos había informado de nada
y nos encontramos formando parte de un lado o de otro, tal y como me confesó un
día Jaime Salinas. Yo, ahora, sólo recuerdo que el mundo se había vuelto del
revés, que por primera vez vi la muerte, cara a cara, en toda su devastadora
magnitud; no condensada, como hasta aquel momento, en unas palabras -«el
abuelito se ha ido y no volverá ...» - , sino a través de la visión, en un
descampado, de un hombre asesinado. Y conocimos el terror más indefenso: el de
los bombardeos. Y aquellos cuentos, aquellas historias «impropias para niños»,
añadieron en su ruta interna de niña asombrada un aprendizaje. Atroz. Mucho más
atroz que los cuentos de hadas.
«Si en algún momento tropiezan
con una historia, por favor créanselas. Créanselas porque me las he inventado»
En lugar de cuentos aislados,
empecé a escribir entonces una revista, de la que era editora, escritora y
repartidora, una revista «a mano» que se pasaban unos a otros mis hermanos y
mis primos, algún amigo ... Había de todo: desde cuentos, por supuesto (que
siempre acababan con un «continuará» del que yo aún no tenía clara noticia),
hasta crítica de cine, con sus correspondientes fotografías recortadas de
alguna revista. Y recuerdo ahora como, en medio de todo aquel horror, qué
encanto, qué maravilloso invento de la vida era para mí aquella llamada
revistilla ... y todo lo que yo ignoraba, que sería lo que continuaría mañana
... Entonces escribí mi primera novela. Se llamaba Juanito, y ocurría durante
la Revolución Francesa. Pero pueden imaginar qué extraña Revolución Francesa
relataba ... Claro está: me la inventé, pero algo tienen los inventos-sueños,
porque, cuando durante la noche, toda la casa dormida, acudía al cuarto de mis
dos hermanos, José Antonio y José Luis, y, ayudada por una linternilla de
pilas, se la leía, protestaban cuando yo decía «continuará». (Y eso quería
decir hasta la noche siguiente.)
Entonces parecía llenarse de
magia la habitación a oscuras de los niños. Niños asombrados – como cuando, en
cierta ocasión, vi surgir, al partir un terrón de azúcar en la oscuridad, una
chispita azul-, algo que me reveló que yo sería escritora, o que ya lo era. Con
ello sólo quiero decir que aquella lucecita azul, aquel virus, no me abandonó
nunca. Cuando Alicia, por fin, atravesó el cristal del espejo y se encontró no
sólo con su mundo de maravillas, sino consigo misma, no tuvo necesidad de
consultar ningún folleto explicativo. Se lo inventó, como la música de papá.
Ahora, tras estas deshilvanadas palabras, ojalá haya logrado trasmitirles algo
de mi alegría, mi gratitud por la distinción que aquí me trae. Y me permito hacerles
un ruego: si en algún momento tropiezan con una historia, o con alguna de las
criaturas que trasmiten mis libros, por favor créanselas. Créanselas porque me
las he inventado.”
(Discurso del Premio Cervantes)