En
su libro “La dialéctica del sexo” Shulamit Firestone explica una cuestión
básica para comenzar a pensar sobre cómo el amor romántico se ha colado en el
centro de nuestras vidas: «El pánico que sentimos cada vez que algo amenaza al
amor es una buena pista para comprender su importancia política». Pero ¿por qué
tantísimo miedo a no ser queridas?
Nora
Levinton, psicoanalista feminista y Doctora en Psicología por la Universidad
Autónoma de Madrid, explica también en su libro El Superyó femenino cómo las
niñas vamos a recibir una consigna clara durante nuestra infancia: para
conseguir el amor de los demás tienes que ser «buena».
También
las ficciones que nos chupamos en nuestra adolescencia nos hablan de amor
intenso y desesperado, de la necesidad de encontrar una pareja para
completarnos como personas. Vamos por la vida con la amabilidad, la seducción,
los cuidados, los afectos y el saber estar clavaítos en el pecho como si fueran
dagas. Mandatos como “tienes que ser buena para que se te quiera”, asegura
Levinton, nos enseñan que la pérdida del amor es uno de las peores penas con
las que la vida puede castigarnos. ¿Qué sería de nosotras de no encontrar el
amor en nuestras vidas? Y así es como acabamos la mayoría, medio alienadas con
la excusa de amar.
¿Dónde
queda nuestro deseo entre tanto mandato?
Cuando
a las personas socializadas como mujeres se nos ensanchan las caderas y nos
crecen las tetas, de un día para otro nos topamos con la mirada de un señor,
normalmente un baboso, que nos sexualiza así, de golpe y porrazo. La sexualidad
nos llega de la mano del primer salido de turno que se cruza en nuestro camino.
Como
explica Emilce Dio Bleichmar, psicoanalista y doctora en medicina, en Mujer y
salud mental: Mitos y realidades, la sexualidad irrumpe en nuestra vida a
través de la mirada lasciva de un hombre adulto interrumpiendo el desarrollo de
nuestro propio deseo. Las mujeres aprendemos que estamos en el mundo de alguna
forma para ser miradas y deseadas, y asumimos que nuestro valor como personas
reside, en gran medida, en lo deseables y en lo buenas chicas que seamos.
Todo
esto ejerce un gran peso sobre el desarrollo de nuestra identidad. Sin comerlo
ni beberlo podemos llegar a pasarnos la vida atentas de lo que los demás ven en
nosotras, pendientes de su aprobación, en un perpetuo estado de autovigilancia.
Corriendo el peligro de medirlo todo en relación de la existencia o no de amor:
si me hacen caso me quieren, si no me hacen caso me odian; si me quieren siento
que soy valiosa, si no me quieren es que soy una mierda seca. Esto, queridas,
es un atolladero de los buenos, pero gracias a las diosas que existe una
herramienta llamada feminismo que nos ayuda a meditar sobre este amor que nos
tiene atadas a la pata de la cama.
La
autora, Anna Jónasdóttir, en su libro El poder del amor, sostiene que el patriarcado
se ha sustentado, a lo largo de la historia, a base de lo que ella llama el
“capital del amor”, que vendría a ser el amor que las mujeres han entregado a
los hombres y que les ha sido expropiado como una especie de plusvalía a
beneficio de las empresas y el Estado.
Las
mujeres, sobre cuyos hombros ha recaído históricamente el cuidado de los hijos,
de los mayores y del hogar, también han tejido la estructura invisible que, sin
ser reconocida, ha sostenido el peso del sistema capitalista. Estos cimientos
han permitido que la vida de los hombres pudiera entregarse por completo al
trabajo (o la guerra) y llenarse de logros profesionales y beneficios
económicos que, mientras tanto, quedaban fuera de nuestro alcance. Porque todo
esto, señoras, resulta que lo hemos hecho gratis. Bueno, no. Lo hemos hecho
“por amor”.
Yo
no tengo nada en contra de los cuidados. Qué bien cuidar, qué trabajo más
bonito, que “los cuidados son la estructura que sostiene el mundo”, nos
repetimos las feministas, pero también te digo, amiga: Qué bien ser cuidada y
poder elegir dónde y hacia dónde quiere una dedicar su fuerza de trabajo.
El
amor romántico y monógamo ha sido naturalizado. Hablamos del amor como si fuera
algo mágico; un paseo por las nubes, con hadas y elfos. Aceptamos que es
intrínseco al ser humano; que es la fuerza que mueve el mundo y por ello no
sentimos, quizá, la necesidad de pensar sobre cuáles son los mecanismos que lo
sustentan.
Pero
más nos valdría salir del hechizo y sentarnos a pensar sobre cómo actúa el amor
y qué supone relacionarnos en la manera que lo hacemos. Esta supuesta magia
supone que, cuando se ama, se hace a lo bestia y no se puede pedir nada a
cambio, sobre todo las mujeres.
Jean
Baker Miller, psiquiatra, psicoanalista, feminista, y autora de Hacia una nueva
psicología de la mujer asegura que “un rasgo central de la mujer es que
mantiene, erige y se desarrolla en un contexto de vínculo y afiliación con los
demás. El sentido de identidad femenino se organiza alrededor de la capacidad
de crear y mantener afiliaciones y relaciones…” Y esto, aunque pueda parecer
bonito, arriesga convertir los cuidados de los demás en una cárcel para
nosotras.
Es
muy triste, y desagradecido, dedicar tu vida a un trabajo forzado o cuando
menos involuntario que es continuamente denostado e invisibilizado. Dejar a un
lado nuestro propio cuidado, para esmerarnos en el de los otros, parecía ser el
precio de garantizarnos el amor de los demás. De no hacerlo, pasaríamos
inmediatamente a ingresar en las filas de las otras, las malas de la película:
las putas, las zorras, las malas madres, las estiradas, las estrechas, las
marimachos, las histéricas, las que nos estamos buscando un guantazo, etc.
El
amor como fantasía de salvación
Mari
Luz Esteban, antropóloga en la UPV y autora del ensayo Crítica del pensamiento
amoroso, cuenta como el amor es presentado en nuestra sociedad como algo que
nos moviliza a vincularnos de forma totalmente desinteresada, sin pedir nada a
cambio. De hecho, no está bien visto que las mujeres pidamos cosas a cambio del
amor y los cuidados que ofrecemos. Pero debemos tener en cuenta que estamos
siendo conducidas a dar algo de forma desinteresada cuando vivimos en una
sociedad plagada de conflictos y desigualdades que obviamente hacen esa entrega
marcadamente injusta.
Nora
Levinton insiste: “Lo que es norma o imperativo externo se incorpora a la
subjetividad, convirtiéndose en ideal que moldeará el deseo”, o lo que es lo
mismo: que todos estos mandatos que recibimos desde pequeñas acaban formando parte
del mapa de lo que somos y deseamos ser.
¿Te
imaginas la que se hubiera montado si en lugar de habernos tragados todas esas
ficciones en las que las mujeres somos débiles desesperadas por recibir amor
tuviéramos nuestra cabeza poblada de historias en las que el compromiso, la
igualdad, la justicia, la autonomía, y la preocupación por lo común hubiera
sido lo central?
¿Te
imaginas cómo sería el mundo si nos hubieran enseñado tanto a hombres y mujeres
que los cuidados son fundamentales para la supervivencia del grupo y por tanto
deberían estar en lo más alto de nuestra escala de valores?.
El
amor se presenta como el súmmum, como una fantasía de salvación: “El amor
salvará el mundo”. No lo hará la justicia, la libertad, ni el compromiso, no.
Va a ser el amor, chicas. No os preocupéis con otras movidas. Vosotras
centraditas en el salseo.
No
creo que el amor haga que todo cambie. Quizá tengamos aún mucho que pensar
sobre cómo está montado el chiringuito para poder cambiar las cosas. Quizá
tengamos que empezar a pensar que se puede ser justa y cuidar de los demás sin
sentir amor. Quizá podamos aceptar que se puede cuidar de forma interesada para
mantener el bienestar común del grupo que nos rodea y hacer posible nuestra
supervivencia. Quizá ya sea hora de liberar a las adolescentes del infierno de
la droga amorosa, que nos tiene media vida yonkis del dramón romántico.
*Jara
Aithany Pérez es psicóloga, pasa consulta en Therapy Web y coordinó el proyecto
En El Fango.
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