Jean Rhys (Roseau, 24 de agosto de 1890 - 14 de mayo de
1979). Novelista caribeña de la primera mitad del siglo XX. Británica nacida en
Las Antillas, en la isla de la Dominica.
Emigró a Inglaterra a los 16 años y trabajó como actriz. En
1920 se trasladó a París, donde empezó a escribir animada por el novelista Madox
Ford. Publicó su primer relato en 1924, y su primera novela, “Posturas “(más
tarde llamada Cuarteto), en 1928.
La ficción de Rhys refleja su visión pesimista del mundo y
su simpatía hacia los desvalidos, en especial hacia las mujeres atrapadas en
vidas que no son capaces de cambiar.
Rhys publicó otras tres novelas “Después de dejar al señor
Mackenzie” (1930), “Viaje a la oscuridad” (1934) y “Buenos días, medianoche”
(1939) antes de abandonar la literatura. Pero no fue hasta la publicación de su
novela “Ancho mar de los Sargazos” en 1966, cuando fue considerada una figura
literaria de relevancia. Ancho mar de los Sargazos es la precuela de la novela de
Charlotte Brontë, Jane Eyre.
Jean Rhys trabajó como artista bohemia. Durante este periodo
de su vida, Rhys vivió casi en la pobreza. Sin embargo fue durante este periodo
cuando se familiarizó con el arte modernista y la literatura, y cuando se
convirtió en alcohólica, problema que mantuvo durante toda su vida. Sus
experiencias en la sociedad patriarcal y los sentimientos de sentirse
desplazada influyeron y formaron parte de algunos de sus trabajos, así como su
difícil niñez, en la que no acabó de ser aceptada ni por la sociedad criolla ni
por la europea de su isla natal.
Su estilo se caracteriza frecuentemente por su mezcla de
técnicas modernistas y de sensibilidades propias de la sociedad caribeña de la
que provenía.
En 1979 se publicó su autobiografía inacabada, Sonríe, por
favor.
Las Mujeres de Jean Rhys (*)
La mayoría de las obras de Rhys tratan sobre mujeres que se
ven desplazadas de sus ambientes naturales y dejadas al capricho de sociedades
con pobres valores familiares, en una muestra de su propia experiencia.
La vulnerabilidad y la ausencia de un proyecto vital
plausible, agravadas por el hecho de encontrarse próximas a las horas
crepusculares de su existencia, representan una constante en la trayectoria de
estas modernas heroínas de bulevar. Y también su inútil intento de aceptar los
“roles sociales”, tal como vienen asignados, en un universo convencional que
les repugna. “No sirve de nada querer adaptarse, hay que haber nacido con esa
mentalidad”: una frase que cualquiera de ellas podría suscribir.
Anna Morgan es una muchacha “temblorosa y soñadora”, cuya
indolencia determina que las circunstancias gobiernen su vida; en la mirada
esquiva de Julia Martin se advierte que “jamás podría triunfar en una carrera
azarosa, por muy dispuesta que se encontrase a ser astuta y actuar sin
escrúpulos, como hacen todos los seres
débiles en su lucha por sobrevivir, sin que los fuertes los dominen y
subyuguen”.
Todas ellas, en algún momento, consiguen mantener un
precario equilibrio, treguas de corta duración, casi siempre finalizadas de
modo abrupto. Una especie de “juego ruin” que las condena a subsistir a
cualquier precio –a la postre, siempre el mismo: la autodestrucción–, es decir,
la pérdida definitiva de la “sabiduría y el alma” que, en la práctica, se
traduce en una vida sin objeto, inútil y vacía.
Tarde o temprano, todas ellas experimentan la desasosegante
sensación de no pertenecer a ninguna parte, de encontrarse a la deriva, ajenas
por completo incluso a cuanto hasta hacía poco tiempo podían considerar, en
cierta medida, suyo o personal. “No tengo orgullo, ni nombre, ni rostro, ni
país. No soy de ninguna parte –reflexiona Sophia Jansen–. Soy como una de esas
pajas que flotan al borde de un remolino y que, poco a poco, son llevadas hacia
el centro, que las engulle. Al centro muerto, donde todo está en calma…” Julia
Martin, a su vez, anhela solo caminar en línea recta hasta un sitio fiable y
seguro, pero su recorrido es sinuoso y vacilante, a su pesar, un círculo que la
devuelve inexorablemente al punto de partida. Sophia, la silenciosa inquilina
del cuarto piso, primera puerta a la izquierda, a quien ya conocemos, recorre
las calles de todas las tardes, de todas las horas, atenta únicamente al curso
de sus sombríos pensamientos: “Volver al hotel. Al Hotel de la Llegada, al
Hotel de la Partida, al Hotel del Futuro… De regreso al hotel sin nombre, en
una calle sin nombre…”
Julia se siente “a salvo” encerrándose en su dormitorio;
Sophia duerme los domingos durante quince horas seguidas, soñando con no
despertar. “Este maldito cuarto –se dice, en cuanto abre los ojos–: Es igual a
todos los cuartos en los que he dormido, como lo son todas las calles por las
que he caminado… El olor a moho, los bichos, la soledad… Este cuarto, que es
parte de la calle, es todo lo que quiero de la vida…”
Cafetines de Montparnasse ,cuando el hambre aprieta y es
preciso captar algún cliente, hoteluchos de la Rive Gauche, pensiones del
“literario” Bloomsbury, habitaciones en los aledaños de Notting Hill Gate y su
depauperada población de ciudadanos de “segunda clase”. París, Londres: campos
de batalla urbanos, de neón y concreto, en los que estas mujeres tejen y
destejen las horas y los días de sus vidas desperdiciadas, inmersas en una
sensación de extrañeza, concepto que, muchos años después, pondría en boga el
existencialismo, de pérdida de sus propias señas de identidad, es decir,
alienación pura y dura, en el sentido marxista del término.
Esfinges sin secreto que han renunciado a sus sueños y
viven, hasta cierto punto, una existencia “prestada”, a la que se añade el don
inservible de un tiempo sin contenido ni ilusiones. Cada nuevo día, descienden
un peldaño más hacia su hundimiento definitivo. Sus emociones, su capacidad
afectiva, no encuentran destinatario…
¿Puede sorprendernos que, víctimas de una severa indigencia
espiritual, y ante un “porvenir” presumiblemente desfavorable, en el alma de
estos personajes vaya cobrando carta de naturaleza, poco a poco, la idea del
suicidio?
“La semana que viene, el mes que viene, el año que viene, me
mataré –piensa Sophia Jansen–. No hay apuro, tengo la eternidad aguardándome”.
Marya Zelli, Anna Morgan, Julia Martin, Sophia Jansen son,
incuestionablemente, mujeres de ninguna parte, a quienes podemos imaginar,
recorriendo con su andar cansino, calles y plazas, bajo la llovizna, o
deteniéndose unos momentos, a la luz de las farolas, para encender un
cigarrillo, en el anochecer otoñal de cualquier ciudad cosmopolita.
Entrañables en su callada desesperación, en su irrenunciable
dignidad, asomadas al ocaso de sus vidas –nada mezquinas, ni vulgares, porque
sus almas tampoco lo son–. Corazones cálidos, incluso generosos, cuyo íntimo
fulgor, sin embargo, nadie ha sido capaz de percibir. Comparables a personajes
de una tragedia, que acaban por metamorfosear el estigma de la fatalidad que
las acompaña, en una forma de existencia, acaso la más desgarradora, una
especie de mal du siècle para el que no hay paliativos, que las aniquila
impunemente en la superpoblada jungla de las grandes urbes.
Por encima de feminismos avant la lettre, más allá de modas
literarias perecederas, Jean Rhys, autora de culto, describió con tono
magistral a un conjunto de personajes, verosímiles, inmediatos, en
situaciones-límite, que trascienden, además, las referencias de época que les
son afines, determinando que su breve bibliografía –en especial, la del período
reseñado, 1927-1939—posea el indiscutible valor de una rara gema, a lo que sin
duda contribuye una prosa impecable, dúctil y plena de vida.
VVAA.
(*)Raúl Teixidó: Las mujeres solitarias de Jean Rhys