miércoles, 2 de enero de 2013

Las hetairas versus ”Una Niké cualquiera”



Las hetairas eran muy consideradas entre los griegos porque eran unas mujeres bellas, inteligentes y cultivadas. Sabían leer y escribir, cultivaban la compañía masculina y alegraban los banquetes en los que las compañeras legales de los maridos estaban excluidas. 

Eran las únicas mujeres cultas de Atenas. Y por esto, aun cuando se les negaban los derechos civiles y se las excluía de los templos, excepto el de su patrona Afrodita, los más importantes personajes de la política y de la cultura las frecuentaban abiertamente y con frecuencia las trataban de igual a igual. 

Las hetairas no deben confundirse con las pornai, que eran las meretrices comunes. Éstas vivían en burdeles esparcidos un poco por toda la ciudad, pero concentradas sobre todo en El Pireo, el barrio portuario. Eran casi todas orientales, jóvenes y de carnes perezosas y soñolientas, que sufrían su degradación sin rebelarse, dejándose explotar por sus empresarios, viejas mujerucas que administraban aquellas casas. 

Sólo las que lograban aprender un poco de modales y a tocar la flauta mejoraban de situación convirtiéndose en aléutridas. Parece ser que la misma Aspasia venía de esta carrera, pero su caso ha quedado el único. 

Como fuere, no es de esas mujeres públicas —sean pornai, aléutridas o hetairas—, como ha de ser reconstruida la condición de la mujer en Atenas, que permaneció singularmente, aun en el período de mayor esplendor, en posición subordinada e inferior.

Tomemos el caso de una Niké cualquiera, nacida en una familia de la clase media. Ha corrido, antes de ser acogida, más peligros que su hermano Teófilo, su sexo la hace menos útil y, por tanto, menos aceptada. «Mala suerte, es una chica: ¿qué hacemos con ella?», es habitualmente la bienvenida que el padre da a la recién nacida..Crece en casa, en el patio y en el gineceo, donde no recibe ninguna educación verdadera y apropiada. Su madre le enseña tan sólo economía doméstica, entre otras cosas porque aparte cocinar y tejer la lana, ella misma no sabe otra cosa.

Aspasia intentó instituir cursos de Filosofía y Letras para jovencitas. Mas quien los frecuentó hubo de desafiar el escándalo, y la iniciativa tuvo escasa continuidad.

Niké crece en casa y hasta por esto no es bella. Un sedentarismo atávico la hace pernicorta, ancha de caderas y de seno fácilmente relajable. Es morena, pero se tiñe para parecer rubia, porque, como todos los varones del Sur, también los griegos prefieren los colores del Norte. También ella se lava poco y en vez de jabón usa ungüentos y perfumes. Se retoca los labios con carmín, se unta las mejillas con cremas y polvos, trata de parecer más alta llevando tacones largos sobre los que se tiene mal de pie y se enjaula el pecho en un enrejado de agujetas y gruperas.

Plutarco cuenta que cuando en Mileto se difundió entre las mujeres una epidemia de suicidios, el Gobierno puso remedio ordenando sencillamente que los cuerpos de las víctimas fuesen expuestos desnudos a la población. Y la coquetería pudo lo que no podía el instinto de conservación.

Niké, hecha ya una muchacha, lleva el peplo de lana, blanca o colorada, pero ésta es la única elección que se le deja. 

Dado que está confinada en casa, no puede siquiera hacer la elección del chico que le gusta y tiene que esperar que su padre se ponga de acuerdo con otro padre para concertar el matrimonio.

Dado que Niké pertenece a la burguesía media, una pizca de dote la tiene, lo que facilita mucho las cosas. Esta dote queda siempre de su propiedad, y por eso el marido ateniense no se divorcia gustosamente. 

Sin embargo, el amor tiene poco que ver con esos himeneos, que son decididos por los papas respectivos a menudo ignorándolo los interesados, y basados casi exclusivamente en criterios económicos. En general, hay bastante diferencia de edad entre los novios, pues, entre pornai, aléutridas y hetairas, el solterón ateniense tiene con quién pasar sus veladas y, por lo tanto, no tiene ninguna prisa en casarse. 

La pobre Niké, si todo va bien, se casará a los dieciséis años con un hombre de treinta a cuarenta. Precedidos de pocos días por el noviazgo, las bodas se efectuarán en casa de ella. Y, si bien el ceremonial tiene un carácter religioso y prevé, entre otras cosas, un «baño de purificación», el matrimonio es laico, por cuanto ningún sacerdote toma parte en él en calidad de tal. 

La novia, velada, es cargada por su novio sobre un carro seguido por músicos y llevada a su casa donde el cabeza de familia la acoge como «nueva adepta de sus dioses» ,pues cada familia tiene los suyos, con tantos como hay a disposición. En la entrada, para simular un rapto, el novio coge en brazos a la novia y la deposita en la cámara nupcial, en cuya puerta permanecen los invitados cantando a voz en cuello los coros nupciales, hasta que él se asoma anunciando que el matrimonio ha sido consumado.



Niké queda obligada a la fidelidad conyugal. Si no la observa, su marido es llamado «cornudo»  y tiene derecho a echarla de casa. Es más, la ley impondría en ese caso el uxoricidio, pero los griegos fueron siempre indulgentes sobre este punto y habitualmente se contentaban con toda o un pedazo de dote como reparación del honor ofendido. 

El marido, en cambio, está autorizado a tener una concubina. Demóstenes fue el teorizante de esa costumbre diciendo que un hombre, para estar bien, ha de tener una concubina con la que pasar el día y conversar y alguna cortesana que otra con la que mantenerse en forma. 

Qué lugar asignaba al trabajo, en una jornada distribuida así, Demóstenes no lo dice. En suma, Niké, salida del gineceo paterno, entra en el conyugal y permanece en él más o menos recluida, porque la ley le prohíbe incluso el deporte y el teatro.




Su condición es regresiva desde los tiempos de la edad heroica, cuando por una mujer se desencadenaban guerras y Homero les dedicaba capítulos y más capítulos de sus poemas. Entonces, no era ella quien debía comprar marido con una dote; era el novio quien tenía que comprarla a ella a base de ovejas y cerdos. 

En la civilización aquea, y también, en la heraclea o dórica, la mujer es protagonista. Y esto precisamente nos confirma el origen nórdico de aquellos conquistadores. 

Efectivamente, allí donde ellos se quedaron como dueños, así en Esparta, la mujer goza de muy otra situación, y la vemos contender desnuda en los estadios, para poner a los jóvenes en condiciones de elegir la mejor constituida, la más calificada «factora » de una prole robusta.


Heródoto, para explicar por qué las mujeres atenienses comían en la cocina, en vez de hacerlo en el comedor con los maridos, cuenta que los atenienses, cada vez que en los tiempos pasados habían ido a conquistar alguna isla y a fundar en ella una colonia, habían matado a todos los hombres casándose con sus viudas y sus huérfanas. 

Éstas, que eran de sangre caria, o sea medio oriental, habían jurado no sentarse jamás a la mesa con sus esposos. Acaso haya en ello algo de verdad. Atenas, hostil a los septentrionales dorios y encerrada hacia el interior de las montañas, tuvo relación casi exclusivamente con Egipto, Persia y Asia Menor, con cuyas mujeres y ciudadanos se mezclaron. 

He aquí por qué la capital del progreso político y cultural fue, en el plano de las relaciones familiares, la ciudadela de la reacción. Perezosa e ignorante, Niké es una mujer de harén. Ve raramente a su modernísimo y civilizadísimo marido, que vuelve a casa sólo para dormir; y cuando vuelve, no le cuenta nada, no le hace la corte y de ella habla, en el ágora o en la barbería, sólo para repetir, con Plutarco y Tucídides, que «el nombre de una mujer de bien ha de permanecer oculto como su rostro», cosa que hubiera hecho montar en cólera a Homero.

Fuente:Historia de los Griegos de Indro Montanelli .”Una Niké cualquiera”
Imágenes: Sir Lawrence Alma-Tadema