Nos educaron para ser la parte privilegiada del contrato. Para no desfallecer nunca en nuestra carrera de proveedores, de titulares legítimos del poder, de sujetos que se definen por la permanente acción. Nos insistieron en que debíamos ser fuertes, aguerridos, violentos, insaciables. Los sujetos por excelencia. Formados en el arte de la conquista y de la autoridad. Nos prepararon para ser unos diligentes padres de familia, aunque nadie nos explicó los términos del contrato sexual en el que una parte permanecía sometida e incluso humillada.
Desde pequeños, nos hurtaron
la ternura de los cuidados y el aprendizaje de la empatía. Al contrario, nos
empujaron a ocupar el patio del colegio, a demostrar permanentemente nuestra
hombría ante nuestros pares, a pelear cuando alguien se atrevía a ponerla en
duda. Y, sobre todo, nos aconsejaron huir de lo femenino, no mostrarnos como lo
hacían ellas. La clave estaba en que para ser hombres debíamos aprender a no
ser mujeres. Ello suponía, obviamente, la humillación y el desprecio de
aquellos que no respondían a las expectativas de género y que se comportaban no
como hombres sino como “nenazas”.
Nos socializaron para cumplir
un determinado papel en la sociedad, que era interdependiente del ocupado
tradicionalmente por las mujeres. El reparto era perfecto, aunque el equilibrio
inexistente: nosotros en lo público, ellas en lo privado. Un reparto que
empieza a romperse cuando, por la fuerza de la democracia y el tesón del
movimiento feminista, las mujeres dan el salto a la ciudadanía y entonces el
contrato se desmorona.
El
siglo XX fue el que marcó el inicio de esa nueva era y el XXI debería ser el
que redefiniese el pacto. Sin embargo, la realidad patriarcal continúa siendo
insistente. Ante la progresiva incorporación de las mujeres al ejercicio pleno
de sus derechos, una conquista que en estos tiempos de crisis corre el riesgo
de paralizarse e incluso retroceder, muchos hombres han reaccionado subrayando
sus fauces de patriarca.
El
posmachismo, como bien explica Miguel Lorente, adquiere formas sutiles, otras
no tanto, que nos demuestran que el fondo sociocultural apenas se ha removido y
que son muchos los que no parecen dispuestos a perder sus privilegios. Otros
hombres, sin embargo, nos encontramos entre el desconcierto y la búsqueda de
una nueva identidad.
Somos
hijos de un modelo que nos continuó educando para cumplir el rol clásico el
macho heteronormativo pero nos hemos encontrado progresivamente con una
realidad que nos demuestra que el viejo referente ya no sirve. Y sentimos que
no sólo la mitad de la humanidad sufre los efectos de ese orden, sino que
también nosotros mismos sufrimos las consecuencias perversas de un modelo de
masculinidad que nos encarcela. Entre otras cosas, porque nos obliga a
demostrar insistentemente nuestra virilidad, entendida por supuesto desde los
parámetros de la razón patriarcal, y a renunciar a las dimensiones de la
personalidad que más cerca están del mundo tradicionalmente ocupado por las
mujeres.
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Por todo ello, y sobre todo
porque los datos terribles que nos demuestran como por ejemplo crece la
violencia de género entre los adolescentes, es urgente que pongamos la mirada
sobre la construcción de lo masculino. Es necesario no sólo que los hombres nos
incorporemos de manera militante a la lucha por la igualdad, y que
establezcamos redes y alianzas con las mujeres, sino que también empecemos a
mirarnos críticamente en el espejo y nos propongamos la revisión de un modelo
herido por tantas patologías y que, entre otras consecuencias, produce
violencia, abusos de poder, injusticias, en fin, desigualdad.
Sólo desde apuesta por unas
masculinidades alternativas, disidentes, que sean capaces además de ofrecer
otros referentes a los chicos más jóvenes, será posible avanzar hacia un modelo
de sociedad en el que al fin compartamos equilibradamente poder y cuidados,
autoridad y empatía, razones y emociones. Y en el que seamos capaces de avanzar
en la gestión pacífica de conflictos, en la urdimbre de relaciones afectivas
basadas en la igualdad, en la superación de una concepción romántica del amor
que legitima la subordinación de ellas y el heroísmo de quienes se sienten
llamados incluso al uso de la violencia para restaurar el orden que ellos
controlan.
Es
el momento, pues, de que los hombres nos posicionemos de manera militante y
pública. Convencidos de que no podemos ser demócratas sin ser feministas y de
que las desigualdades de género, cuya más terrorífica consecuencia es la
violencia sobre las mujeres, afectan al corazón mismo de nuestro sistema de
libertades. No se trata de que nos consideremos los culpables de todos los
males, ni tampoco de que nos fustiguemos de manera improductiva. Se trata de
que nos convirtamos en sujetos protagonistas, de la mano de las que llevan
siglos luchando por hacer que las democracias sean dignas de tal nombre, y de
que empecemos por revisar el púlpito desde el que solemos mirar el mundo.
Sólo
así pondremos las bases, entre todos y todas, para que las cifras de mujeres
muertas empiecen a descender y para que nuestros hijos y nuestras hijas sean
capaces de construir relaciones afectivas y sexuales desde la autonomía y el
respeto. De no asumir este compromiso, la lucha por la igualdad seguirá
amarrada por la superficialidad de los discursos y la violencia sobre las
mujeres, que ahora parece correr el riesgo de abandonar la primera página y
pasar de nuevo a la de sucesos, continuará siendo el más político de los
terrorismos ya que es el que cuestiona la autonomía y dignidad de la mitad de
la ciudadanía.
Octavio Salazar. “Contra la
violencia de género, la revolución masculina”