sábado, 27 de febrero de 2016

La Representación Científica :“Ni príncipes valientes ni princesas desvalidas".




Érase una vez una bella princesa dormida por la maldición de una bruja vengativa. Todos conocemos cómo termina este cuento: siendo felices y comiendo perdices cuando el apuesto príncipe consigue con su beso despertar a la bella durmiente que, por supuesto, cae inmediatamente rendida de amor a sus pies.

Los cuentos cuentos son, y en las antípodas de estos relatos imaginarios encontramos las elaboraciones de la ciencia. Si los cuentos son el mundo de la fantasía, la ciencia es el mundo de los hechos.


El cuento de la bella durmiente, sin embargo, ha modelado durante mucho tiempo la representación científica del proceso de la fecundación sexual: el óvulo yace inerte hasta que el más intrépido y veloz de los espermatozoides que lo cortejan alcanza a ser el primero en penetrar sus muros y activarlo para dar comienzo a una nueva vida.

Esta proyección de nuestras preconcepciones y estereotipos sobre lo masculino y lo femenino se coló inadvertidamente en la descripción científica de los gametos, bloqueando la investigación sobre los mecanismos activos del óvulo para captar espermatozoides o sobre el necesario proceso de ‘capacitación’ que experimentan los espermatozoides una vez dentro del tracto genital femenino.

De acuerdo con la ciencia actual,  los óvulos, como las más modernas princesas de Disney, tienen iniciativa propia y ¡están bien despiertos!

La ciencia es sin duda la fuente de conocimiento más fiable que los seres humanos hemos desarrollado sobre el mundo que habitamos.





Pero la ciencia no nos ofrece verdades simples e inapelables. Un buen ejemplo nos lo proporciona la primatología. Descubrir y entender el mundo y las vidas de nuestros parientes más cercanos en el reino animal (chimpancés, gorilas, orangutanes, bonobos…) es una tarea absolutamente fascinante. Pero tratar de entender a los primates no fue nunca solo eso. A menudo se trataba de buscar en ellos las claves del comportamiento de los primeros homínidos, un ‘patrón primate’ que nos ayudara a entendernos mejor a nosotros mismos.

Por eso Louis Leakey, el famoso paleoantropólogo, promovió la investigación en primatología a mediados del siglo XX, cuando lo poco que se sabía sobre los grandes simios era sobre todo el producto de observaciones en zoos y laboratorios, y no proporcionaba una imagen fiable de su comportamiento en los medios naturales. Leakey pensó que las mujeres serían mejores primatólogas porque tenemos más capacidad para la empatía.

Tuviera o no tuviera razón, el ejemplo de las mujeres que reclutó, narrado a través de los documentales de la National Geographic, convirtió en figuras populares a Jane Goodall, Dian Fossey y Biruté Galdikas, que a su vez funcionaron como modelos para despertar la vocación por la primatología en muchas otras jóvenes que siguieron sus pasos. Por esto es también la primatología una ciencia peculiar: aparentemente al menos, son muchas más las mujeres que la practican que en otras ciencias, donde nos cuesta identificar a grandes científicas más allá de Marie Curie.

Hasta que ellas comenzaron a trabajar en selvas, sabanas, bosques y montañas, la imagen que teníamos de los primates también podría ser la de cualquier cuento tradicional de príncipes valientes y princesas desvalidas: los machos eran tarzanes que conseguían alimento para el grupo, lo defendían de los enemigos y se peleaban entre ellos por los favores de las hembras.


En la misma línea, se consideraba que las hembras eran criaturas maternales dedicadas en cuerpo y alma a la crianza, y disponibles sexualmente para los machos. Las relaciones de dominio y jerarquía entre los machos eran las que definían al grupo.

Estas interpretaciones eran el reflejo de las ideas estereotipadas sobre las diferencias entre hombres y mujeres y al mismo tiempo cumplían la función de legitimarlas. Si ellos son así, es lógico que nosotros también lo seamos.

Pero la entrada de las mujeres en la primatología revolucionó completamente la disciplina. Su mirada y sus métodos nos desvelaron que el mundo de los primates, de las hembras y los machos y de las relaciones entre ellos, es infinitamente más complejo que los personajes estereotipados de los cuentos clásicos.

Al enriquecerse la imagen de los simios, pierde cada vez más sentido el objetivo de mirarnos en ellos como en un espejo. Cada primate, cada especie primate (los seres humanos incluidos) es ahora un mundo distinto y tiene valor propio.

Hablemos de los chimpancés, por ejemplo. Jane Goodall no solamente nos descubrió su capacidad como especie para utilizar instrumentos (piedras para abrir frutos secos, ramas para comer termitas) o transmitir cultura. En sus observaciones de los chimpancés de Gombe, en Tanzania, se desveló que las demostraciones de fuerza y agresividad de los machos no significaban realmente que ellos fueran los que mandaban. De un modo mucho más sutil, la chimpancé Flo ejercía un papel central en la organización del grupo. Además, sus hijas heredaban su posición en la ‘alta sociedad’ de Gombe.

Al extender en el tiempo el trabajo de campo, Goodall y sus sucesoras en Gombe ofrecieron una descripción más detallada del comportamiento de las hembras chimpancés. Las hembras cazaban, luchaban por mantener sus jerarquías, buscaban activamente a sus parejas sexuales, y hasta cometían infanticidio con las crías de otras hembras del grupo.

Goodall fue capaz de ver lo que otros no habían visto antes gracias a que entendió que cada miembro del grupo, independientemente de su sexo, era importante como individuo; y no asumió que las hembras eran un recurso más de una comunidad dirigida por los machos.

Marta I. González es investigadora del CSIC. Actualmente trabaja como profesora de Filosofía de la Ciencia en la Universidad de Oviedo. “Ni príncipes valientes ni princesas desvalidas: cómo las primatólogas cambiaron la forma de contar el cuento”