«Necesitamos
ser, volver a ser, flâneuses. Debemos seguir siendo paseantes incómodas». Lo
reivindicó Anna María Iglesia cuando escribió su ensayo/manual cultural de
insubordinación femenina en La revolución de las flâuneuses (Wunderkammer,
2019) y recopiló aquella lista de mujeres y colectivos femeninos ilustres
(Emilia Pardo Bazán, Flora Tristán, Luisa Carnés, Clara Campoamor o Las
Sinsombrero, entre otras) que se reivindicaron como sujetos críticos frente a
ciudades que habían convertido a las mujeres en objetos de consumo para la
mirada masculina. Mujeres que querían ocupar su espacio en las calles, solas,
por el simple gusto de hacerlo. Mujeres que querían divagar por la urbe como
hacían los grandes pensadores (hombres) y no utilizarla únicamente para
cargarse con la compra porque era en la jaula del hogar donde sí podían recibir
visitas. Mujeres que querían poder abstraerse y reflexionar en las calles sin
tener que estar hipervigilantes y temerosas de ser increpadas o asaltadas.
Hoy
en día, colectivos como Ontologías
Feministas realizan talleres como Strolling you down, donde trasladan este
espíritu de las flâneuses a lo digital y ofrecen herramientas útiles y planes
de acción concretos para reconocer a los abusadores y acosadores y defenderse
de ellos en esa otra esfera al hacer scroll. En nuestras calles de la vida
real, las ciudades también siguen sin estar pensadas o planificadas para que
las mujeres las disfruten sin trabas, sin sobresaltos y de forma apacible.
«Cuando
los planificadores urbanos no tienen en cuenta el género, los espacios públicos
se convierten en espacios masculinos por defecto», dice Caroline Criado Pérez
en La mujer invisible (Seix Barral, 2020). Premiada al mejor libro del año de
la Royal Society of Science, la británica pone en evidencia cómo la
arquitectura, urbanismo y zonificación de nuestras urbes han pasado por alto
los desplazamientos femeninos. Las mujeres son más proclives que los hombres a
desplazarse a pie y cubrir distancias más largas por sus responsabilidades
sociales adquiridas como cuidadoras (ya sea con bolsas de la compra, con
carritos o acompañando a parientes a los que cuidan), pero un informe del Banco
Mundial de 2007 desprendió que el 73% de la financiación del transporte se
destinaba a carreteras, marginando los desplazamientos no motorizados y
trayectos cortos. Criado Pérez certifica que la zonificación de las ciudades se
pensó en función de las necesidades de un hombre heterosexual casado que
transita por ella en coche dos veces al día (por ejemplo, en Rio de Janeiro,
siguiendo con la tendencia mundial, el 71% de los automóviles son propiedad de
los hombres, y ellos tienen el doble de probabilidades de viajar en coche que
las mujeres en coches particulares). Aunque Criado Pérez alaba la red ortogonal
de autobuses de Ada Colau en Barcelona («una cuadrícula en lugar de una
telaraña, que es más útil para los transportes encadenados, los que más se
realizan por cuidados»), a las mujeres, a escala global, se lo ponen más
difícil para moverse por las ciudades. También poder disfrutarlas en su tiempo
libre.
No
solo hay trabas. Las mujeres suelen tener miedo en los espacios públicos. Un
estudio del departamento de Transporte del Reino Unido desveló que al 62% de
las mujeres les atemoriza caminar en los aparcamientos que tengan varios pisos,
que seis de cada diez tienen miedo a los andenes de las estaciones de tren, el
49% a la parada de autobús y el 59% lo sentía al volver caminando a casa desde
la parada de autobús (los hombres contestaron con un 31, 25, 20 y 25%
respectivamente). Eso provoca que ellas hayan adaptado sus rutas e incluso
eviten caminar por la noche por la ciudad. Rara es la amiga que no ha guardado,
pese a su sed infinita por beberse la noche, los 20 euros de rigor para
sentirse segura al volver a casa en taxi. De día, también pasa.
A
mediados de la década de los 90, una investigación de funcionarios locales de
Viena descubrió que las niñas dejaban de visitar los parques y las áreas de
juego públicas a partir de los diez años. ¿Qué pasaba? El problema eran los
grandes espacios abiertos: obligaban a las niñas a competir por el espacio con
los niños. «Como no tenían suficiente seguridad, solían irse», rescata Criado Pérez.
La solución fue subdividir el parque en zonas más pequeñas y el abandono
femenino se revirtió. También en las entradas en las zonas deportivas. Si solo
había una puerta de acceso, los niños se agrupaban en esta, «de modo que las
chicas, poco dispuestas a aguantar el acoso, simplemente dejaban de entrar». La
arquitecta Claudia Prinz-Brandenburg ideó más entradas y las hizo más amplias.
Y también subdividió las pistas de juego. Fueron cambios sutiles pero
funcionaron. Las niñas recuperaron el espacio de juego cuando se pensó en
ellas. No pensar en las mujeres y las dinámicas sociales que las mueven también
las perjudica a la hora de disfrutar del espacio público.
Noelia
Ramírez